domingo, 19 de octubre de 2008

El dinero, de John Kenneth Galbraith


He vuelto en estos días, a este clásico de Galbraith con la intención de releer la parte que aborda la Gran Depresión, sus consecuencias, y las políticas aplicadas. Como muchas veces, he acabado por releer el libro entero.

El dinero es un libro muy interesante y ameno, independientemente de que uno esté de acuerdo o no con las ideas de su autor. Aunque aparentemente se presenta como historia del dinero, en realidad, tal como el autor reconoce en su prefacio, se trata de un libro que nació de un ensayo sobre los problemas u orígenes de la administración económica y la estabilización monetaria.

De ahí que, aunque tiene una importante componente histórica, ésta se refiere fundamentalmente a los Estados Unidos y, más concretamente, al siglo XX, que ocupa más de la mitad del libro.

Lo anterior no quita mérito a un libro que, como mínimo, tiene el mérito a mi juicio de proponer una visión desmitificadora y a veces sarcástica del dinero y, sobre todo, de aquellos que lo manejan desde altas esferas.

Galbraith, fallecido recientemente (2006), fue durante muchos años la voz del keynesianismo en los Estados Unidos, o tal vez deberíamos decir el principal intérprete de Keynes, dadas las dificultades de comprensión e interpretación que siempre ha suscitado éste. En todo caso, una voz heterodoxa frente a la tradición económica clásica defensora de la no interferencia gubernamental en el libre mercado, y de la política monetaria independiente del poder político centrada en combatir la inflación.

Galbraith tenía 21 años en 1929, y su obra y pensamiento están marcados por una desconfianza en la capacidad de los grandes poderes económicos, banqueros y empresarios para discernir en cuestiones de política económica. Su interés por el lucro no favorece al interés general de acuerdo con la mano invisible de Adam Smith, porque cuando hay una concentración de poder en pocas manos la colusión es inevitable. En esas circunstancias, es para Galbraith necesario que el gobierno tenga un papel en la regulación de los acuerdos económicos que permita ejercer de contrapeso.

Las políticas inspiradas en Keynes y defendidas por Galbraith fueron aplicadas en líneas generales por los países occidentales después de la Depresión y la segunda guerra mundial, con aparente éxito en la lucha contra la deflación y la reactivación económica. La reacción de la escuela clásica, encabezada por Friedman, mantuvo que fue la Gran Depresión fue fruto precisamente de políticas equivocadas por parte de los gobiernos de la época en materia monetaria, expandiendo la oferta de forma que se favoreciesen las burbujas, y restringiéndola cuando precisamente era necesaria, agravando los efectos de la crisis. Para los críticos de Keynes, sus políticas fueron populares porque permitían a los gobiernos aparentar que hacían algo, pero en realidad alargaron la crisis al impedir el restablecimiento natural de los mercados, que sólo se produjo, no por las políticas públicas, sino por la reactivación de la demanda con la segunda guerra mundial.

Las políticas keynesianas basadas en la utilización de la política fiscal, frente a la monetaria, a través principalmente de la expansión del gasto público se encontraron a finales de los 60 y 70 con el problema de la inflación, ante la que sólo se contaba con el mecanismo de los controles de precios, ampliamente impopulares fuera de épocas de crisis o guerra.

Desde los años 80, hemos vivido un ciclo en el que las ideas neoclásicas de desregulación y primacía de la política monetaria han constituido la base de la política económica, cayendo Keynes y sus seguidores en un relativo descrédito al tiempo que se generaba un prolongado periodo de expansión económica.

La cuestión es que también hubo un prolongado periodo de expansión económica bajo la égida de las ideas de Keynes en los años 50 y 60, y que al igual que este modelo entró en crisis en los 70, el modelo actual ha entrado en crisis desde el momento en que ha generado en nuestros días una situación en el sistema financiero que no se daba desde los años 30 del pasado siglo.

“Los que hablan de dinero y enseñan sobre él y se ganan la vida con él, adquieren prestigio, estima y ganancias pecuniarias de una manera parecida a como los adquieren un médico y un hechicero al cultivar la creencia de que están en una relación privilegiada con lo oculto, de que tienen visiones de las cosas que no están al alcance de las personas corrientes. Aunque profesionalmente remunerador y personalmente provechoso, esto es también una forma conocida de fraude”.

Esta frase del primer capítulo de “El dinero” nos recuerda el sinnúmero de veces que en la historia los financieros han descubierto milagros de la multiplicación del dinero sin sustento real detrás y basados en misterios insondables para el gran público, que propiciaron grandes fortunas y, a continuación, tras descubrirse que el rey estaba desnudo, grandes ruinas.

Antaño bastaba con emitir bonos para financiar una empresa que prometía beneficios, basada por ejemplo en la fantasías del vulgo sobre las riquezas del Nuevo Mundo. Hoy en día es precisa una mayor sofisticación, para lo que ayudan mucho complejos modelos matemáticos, directivos formados en las mejores universidades y con elevados sueldos. Pero el “aura” de respeto que sigue rodeando a los grandes “manejadores” del dinero sigue imponiendo estafas piramidales al conjunto de la población. Claro que sólo las llamamos así cuando se trata de esquemas sencillos que sólo engañan a los más pobres e incautos, cuando los engañados son personas de posición económica cuesta más encontrarles un nombre apropiado, que generalmente será menos fuerte. El profesor Quintás Seoane, hoy presidente de la Confederación Española de Cajas de Ahorro, nos decía a principios de los noventa, cuando la intervención de Banesto, que cuando uno estafaba unos millones o centenas de millones (de las antiguas pesetas), era generalmente definido como un estafador y delincuente. Cuando la cifra era de miles de millones, podía tener la esperanza de pasar a la historia como “un financiero poco comprendido en su tiempo”.


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